Por Rebeca Saludes

Entre todos los relatos que danzaron ante mis ojos en el Concurso de Escritura Alumnit@s, “¡Argentina te escuchamos!”, hay uno que permanece en mi memoria como una estrella que decidió quedarse a iluminar mi camino: el cuento de Valentín, el armadillo marinero.

Faltaban pocas semanas para que cerrara la convocatoria cuando hice una llamada que atravesó mares. Desde una isla del Mediterráneo marqué el número de un colegio en Argentina. Al otro lado, me respondió una profesora con el corazón encendido. Le conté que el concurso invitaba a los niños a entrelazar mitos antiguos con los hilos de los problemas actuales. Ella, sin dudar, me habló del medio ambiente, de la conciencia que florecía en su aula y de las criaturas vulnerables que habitaban su entorno.

Días después llegó el relato de sus alumnos: Valentín, el armadillo marinero. Valentín era un armadillo huérfano que, tras perder su hogar por la contaminación, se embarcaba en una travesía por los mares buscando un lugar seguro. En su viaje, conocía otros animales afectados por el daño ambiental y aprendía a cuidarlos y a construir vínculos. El cuento no solo hablaba de ecología: hablaba de ternura, de transformación y de valentía.

Al leerlo, algo en mí se quebró dulcemente. Yo también había cruzado aguas tras la pandemia, comenzando de nuevo en una isla, sintiéndome sola y vulnerable. Valentín, además de ser un personaje, era un espejo, un eco de mi historia. Me enseñó que incluso en los momentos más frágiles es posible encontrar otro camino. En nuestra Escuela, el Método de la Magia nos enseña que lo que creemos dejar atrás, emociones, ideas, vínculos, si no lo integramos, nos espera más adelante, disfrazado de destino. Valentín me mostró que, como enseña el Método de la Magia, la valentía no siempre consiste en grandes hazañas, sino que puede manifestarse en gestos íntimos, en el acto sutil de avanzar, de sostenerme, de cuidar a otros y permitir que me cuiden.

Pero la magia no terminó en el papel. Como si la imaginación de los niños hubiese tejido un puente hacia una experiencia real, poco después apareció un armadillo real en el colegio, pequeño, frágil y lleno de vida. Los niños lo recibieron como a un viejo amigo que regresa del mar. Lo cuidaron, le dieron un nombre, Valentín por supuesto, y su historia se transformó en una obra de teatro. El relato les unió al traspasar el papel y convertirse en una experiencia compartida.

Valentín me enseñó que cuidar a otro también es cuidarse a uno mismo. Que la imaginación es una llave que abre caminos y que un cuento puede transformar nuestro entorno. Gracias a Alumnit@s, los niños no solo escribieron: vivieron lo que escribieron. Y eso es educación en la Nueva Era.

A los alumnos que soñaron con Valentín, a los docentes que les dieron alas, y al equipo de Alumnit@s: Gracias por escribir, por crear y por crecer.